miércoles, 25 de junio de 2014

Pedro comunitario

Textos: 1Pe 4,7-11; Salmo 133; Marcos 1,29-31

La primera lectura es una exhortación a vivir en comunidad, siendo “buenos gerentes”, buenos administradores de la gracia de Dios que es diversa: Él da carismas diferentes a las personas y a los grupos. La vida comunitaria nos requiere aprender a aprovechar esta diversidad. Supone que cada uno con su don se ponga al servicio, aporte su contribución con generosidad y alegría. El Evangelio es el relato muy corto y sencillo de Jesús que va a la casa de Pedro, en su familia. Encuentra a la suegra enferma. Él le sirve a ella, la sana; y ella se pone al servicio de la gente reunida en su casa. Compartir los dones. Luego es “un día en la vida de Jesús”, con toda la gente que le busca, y también Pedro, con los discípulos que buscan a Jesús. Él conduce la comunidad, la hace cambiar de rumbo, ir a otra comunidad, escuchar otros llamados. La comunidad está para seguir a Jesús.

Nosotros en San Pedro, tenemos a la comunidad de base en el centro de nuestro plan pastoral. En nuestra diócesis hay más de 900 comunidades, muchas en ambiente rural, otras en los barrios de nuestros centros urbanos. Algunas son muy antiguas, otras son muy nuevas. Agrupan algunas a una decena de familias, otras a más de 100.

El tejido de nuestras comunidades ha cambiado mucho en las últimas décadas. La sociedad tradicional, podemos decir, favorecía mucho un cierto tipo de vida comunitaria donde los vecinos interactuaban mucho, compartiendo los trabajos, los frutos de la tierra, los tiempos de recreo. Hoy tenemos una vida más individual y la familia es menos extensa, más nuclear. Las redes están tomando el lugar de las comunidades geográficas. No dependemos tanto los unos de los otros. Los medios para sobrevivir y comunicar son más individuales. Hay más posibilidades de elegir. En la comunidad tradicional había más oportunidades para encontrarse y estar juntos. Tampoco era el paraíso: la vida era dura.

No sirve lamentar el pasado. Es importante entender en dónde estamos y cómo llegamos a este punto. Pero la pregunta grande para la Iglesia es si la comunidad sigue siendo una opción. Hay menos apoyos viniendo de la sociedad y la cultura. Esto podría llevar al final de nuestra vida comunitaria. También puede ser la ocasión de optar más profundamente por la dimensión cristiana de nuestras comunidades.

¿Porqué, para qué vivimos en comunidad? Hoy en día las razones pasaron de las necesidades físicas a las necesidades psicológicas. Para no estar solos, para tener apoyo, contención. Sobre la comunidad se ha dicho y escrito muchísimas cosas lindas: que es un espacio de crecimiento, de apoyo mutuo, de intercambio, de ayuda, de sostén, de colaboración, de proyectos... La realidad es que es también un espacio de conflictos, de problemas, de esfuerzos que no siempre dan resultados. Si somos sinceros, la comunidad nos puede dar las más grandes alegría y también grandes quebrantos. Al final, no convencen todas esas razones muy “útiles”, no dan un sentido.

Vivimos en comunidad porque así comulgamos al misterio de Dios.

La comunidad no existe fuera de nuestro compromiso de hacerla. Aquí la famosa frase de John F. Kennedy me parece muy justa: “No te preguntes qué es lo que la nación puede hacer por ti. Pregúntate qué puedes hacer por la nación.” Diría lo mismo de la comunidad. Es un compromiso, el de abrirse constantemente, el de buscar a los demás. Es imposible vivir en comunidad sin moverse, sin participar, sin activar, sin sentir, sin compartir. Amarla cuando es simpática y linda, también cuando nos cuesta, nos cuestiona, nos invita a un don más desinteresado. Así únicamente la comunidad nos hace crecer. Como la familia. Nos queremos pero tenemos que aprender todos los días a convivir.

Esto nos hace más humildes a la hora de la misión. Está muy bien proclamar que Jesús te ama, Jesús te salva, Jesús te ayuda. Está bien saber hablar, saber operar signos, tener un poder de convencer. Pero nuestra vida familiar y comunitaria nos hace también pacientes, sabios, conscientes de nuestra propia fragilidad, conscientes de que las cosas llevan tiempo y procesos. Las cosas no cambian solo por decir o explicarlas. La gracia de la comunidad es de recordarnos siempre la “encarnación”: Dios está presente en el “sacramento de los hermanos y las hermanas”, con todas sus grandezas y también con todas sus limitaciones, que nos hacen ver nuestras propias riquezas y nuestras pobrezas.

La comunidad es la presencia del Señor en nuestra vida. Es Jesús que nos llama, que nos da oportunidades para salir de nosotras/os mismos/as al encuentro de los demás, es el cuerpo concreto en que vivir la fe, la esperanza y el amor. Las dificultades no son accidentes o mala suerte, son la esencia de la vida comunitaria, oportunidades para abrirnos más a los demás y a Dios en ellos. La comunidad es como un retiro permanente: te da miles de oportunidades de encontrar a Dios.

Sueño otra vez lo del domingo pasado: una formación integral que nos ayude, como personas y comunidades, a contemplar el camino hecho y por hacer, a marcar etapas de crecimiento, a elaborar proyectos comunitarios donde cada persona pueda participar con su don, y donde el objetivo sea realmente “la vida y la vida en abundancia” (Juan 10,10).

San Pedro, hombre de comunidad, nos anima. ¡Viva la comunidad!

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