Textos: 1Pe 4,7-11;
Salmo 133; Marcos 1,29-31
La primera lectura es una exhortación
a vivir en comunidad, siendo “buenos gerentes”, buenos
administradores de la gracia de Dios que es diversa: Él da carismas
diferentes a las personas y a los grupos. La vida comunitaria nos
requiere aprender a aprovechar esta diversidad. Supone que cada uno
con su don se ponga al servicio, aporte su contribución con
generosidad y alegría. El Evangelio es el relato muy corto y
sencillo de Jesús que va a la casa de Pedro, en su familia.
Encuentra a la suegra enferma. Él le sirve a ella, la sana; y ella
se pone al servicio de la gente reunida en su casa. Compartir los
dones. Luego es “un día en la vida de Jesús”, con toda la
gente que le busca, y también Pedro, con los discípulos que buscan
a Jesús. Él conduce la comunidad, la hace cambiar de rumbo, ir a
otra comunidad, escuchar otros llamados. La comunidad está para
seguir a Jesús.
Nosotros en San Pedro, tenemos a la
comunidad de base en el centro de nuestro plan pastoral. En nuestra
diócesis hay más de 900 comunidades, muchas en ambiente rural,
otras en los barrios de nuestros centros urbanos. Algunas son muy
antiguas, otras son muy nuevas. Agrupan algunas a una decena de
familias, otras a más de 100.
El tejido de nuestras comunidades ha
cambiado mucho en las últimas décadas. La sociedad tradicional,
podemos decir, favorecía mucho un cierto tipo de vida comunitaria
donde los vecinos interactuaban mucho, compartiendo los trabajos, los
frutos de la tierra, los tiempos de recreo. Hoy tenemos una vida más
individual y la familia es menos extensa, más nuclear. Las redes
están tomando el lugar de las comunidades geográficas. No
dependemos tanto los unos de los otros. Los medios para sobrevivir y
comunicar son más individuales. Hay más posibilidades de elegir.
En la comunidad tradicional había más oportunidades para
encontrarse y estar juntos. Tampoco era el paraíso: la vida era
dura.
No sirve lamentar el pasado. Es
importante entender en dónde estamos y cómo llegamos a este punto.
Pero la pregunta grande para la Iglesia es si la comunidad sigue
siendo una opción. Hay menos apoyos viniendo de la sociedad y la
cultura. Esto podría llevar al final de nuestra vida comunitaria.
También puede ser la ocasión de optar más profundamente por la
dimensión cristiana de nuestras comunidades.
¿Porqué, para qué vivimos en
comunidad? Hoy en día las razones pasaron de las necesidades
físicas a las necesidades psicológicas. Para no estar solos, para
tener apoyo, contención. Sobre la comunidad se ha dicho y escrito
muchísimas cosas lindas: que es un espacio de crecimiento, de apoyo
mutuo, de intercambio, de ayuda, de sostén, de colaboración, de
proyectos... La realidad es que es también un espacio de
conflictos, de problemas, de esfuerzos que no siempre dan resultados.
Si somos sinceros, la comunidad nos puede dar las más grandes
alegría y también grandes quebrantos. Al final, no convencen todas
esas razones muy “útiles”, no dan un sentido.
Vivimos en comunidad porque así
comulgamos al misterio de Dios.
La comunidad no existe fuera de nuestro
compromiso de hacerla. Aquí la famosa frase de John F. Kennedy me
parece muy justa: “No te preguntes qué es lo que la nación puede
hacer por ti. Pregúntate qué puedes hacer por la nación.”
Diría lo mismo de la comunidad. Es un compromiso, el de abrirse
constantemente, el de buscar a los demás. Es imposible vivir en
comunidad sin moverse, sin participar, sin activar, sin sentir, sin
compartir. Amarla cuando es simpática y linda, también cuando nos
cuesta, nos cuestiona, nos invita a un don más desinteresado. Así
únicamente la comunidad nos hace crecer. Como la familia. Nos
queremos pero tenemos que aprender todos los días a convivir.
Esto nos hace más humildes a la hora
de la misión. Está muy bien proclamar que Jesús te ama, Jesús te
salva, Jesús te ayuda. Está bien saber hablar, saber operar
signos, tener un poder de convencer. Pero nuestra vida familiar y
comunitaria nos hace también pacientes, sabios, conscientes de
nuestra propia fragilidad, conscientes de que las cosas llevan tiempo
y procesos. Las cosas no cambian solo por decir o explicarlas. La
gracia de la comunidad es de recordarnos siempre la “encarnación”:
Dios está presente en el “sacramento de los hermanos y las
hermanas”, con todas sus grandezas y también con todas sus
limitaciones, que nos hacen ver nuestras propias riquezas y nuestras
pobrezas.
La comunidad es la presencia del Señor
en nuestra vida. Es Jesús que nos llama, que nos da oportunidades
para salir de nosotras/os mismos/as al encuentro de los demás, es el
cuerpo concreto en que vivir la fe, la esperanza y el amor. Las
dificultades no son accidentes o mala suerte, son la esencia de la
vida comunitaria, oportunidades para abrirnos más a los demás y a
Dios en ellos. La comunidad es como un retiro permanente: te da
miles de oportunidades de encontrar a Dios.
Sueño otra vez lo del domingo pasado:
una formación integral que nos ayude, como personas y comunidades, a
contemplar el camino hecho y por hacer, a marcar etapas de
crecimiento, a elaborar proyectos comunitarios donde cada persona
pueda participar con su don, y donde el objetivo sea realmente “la
vida y la vida en abundancia” (Juan 10,10).
San Pedro, hombre de comunidad, nos
anima. ¡Viva la comunidad!
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