viernes, 20 de junio de 2014

Pedro discípulo


Textos: Hechos de los Apóstoles 4,13-21.23-24; Salmo 15; Juan 13,1-15

Pedro no es solamente “un” discípulo sino que es “el” discípulo. Los Evangelios lo presentan como el modelo o, al menos, el representante de los demás discípulos. Él hace lo que hace un discípulo: sigue al maestro, escucha su enseñanzas, ayuda para el “curso” (proporcionando su barca), pregunta, comparte. Lo vemos sobre todo viviendo, digamos así, el “dolor” de querer entenderlo a Jesús. Es él que cuando Jesús habla de “tomar su cruz”, dice: “Nosotros lo hemos dejado todo...” y Jesús le contesta sobre la recompensa de los discípulos: cien por uno, con persecuciones. Es Pedro otra vez, después de confesar su fe (“Tu eres el Mesías”) quien regaña a Jesús que anuncia la Pasión. Y Jesús le contesta tratándolo de “Satanás”. Es Pedro quien quiere caminar sobre las aguas tormentosas y tiene miedo y se hunde, a quien Jesús reprocha: “¿Porqué dudaste?” En el lavado de los pies, Pedro resiste: “Tú, lavarme los pies a mi, ¡jamás!” Y Jesús le contesta: “Entonces no tienes nada que ver conmigo.” Otra vez es Pedro que dice: “Nunca te abandonaré.” Y Jesús le contesta: “Antes que cante el gallo, me harás negado tres veces.” Es Pedro que se duerme en el jardín de Getsemaní, que niega en el patio del palacio del Sumo Sacerdote, que capta la mirada de Jesús preso, y llora amargamente. Después de la resurrección, cuando Pedro repite tres veces a Jesús que le quiere, él le anuncia: “Antes hacías las cosas por ti mismo y a tu manera, pero ahora otro te llevará a dónde no quieres.”

Son diálogos fuertes, tensos, llenos de contradicción. Pedro hace lo mejor, procura, se entusiasma y luego choca contra la vida de Jesús que no corresponde a sus estructuras. Jesús le saca de su carril. Pedro es “triturado”, molido, transformado. Entra en contacto con una realidad que le sobrepasa pero que, según Jesús, sí, él puede sentir, vivir, experimentar. Pedro se encuentra con el Dios de Jesús, el Dios que “lava los pies” y esto es lo último, lo imposible, lo jamás oído ni visto. ¿Un Dios que hace el trabajo de un esclavo? ¿Un Dios pobre? ¿Un Dios que sirve? ¿Que me sirve a mí? ¿Un Dios sin jerarquía? Es intolerable, escandaloso.

Esto es la esencia de ser discípulo, discípula. Es exponerse a esta revelación y ser molidos, transformados, tocados en lo más íntimo. Es ser escandalizados. No puede ser de otra forma. La Biblia decía que nadie puede ver a Dios sin morir. Por esto Moisés es tan grande: vio a Dios y no murió. Hablaba con Él, vivía en su intimidad. Pero al pueblo le costó seguir a Moisés. Lo mismo con Jesús. Es el hijo de su Padre. Vive en el corazón de Dios. Nadie puede acercarse a Él sin ser movido, sacudido, transformado, escandalizado, nadie puede acercarse a él sin morir.

Nosotros, hoy, que queremos ser discípulas y discípulos, no podemos reducir el discipulado candente sólo a unas prácticas rituales, a unas doctrinas que aprender, o a unos cursillos, charlas, capacitaciones, retiros, trabajos, reglas, etc. Es imposible. Ser discípulo/a es dejarse quemar, exponer al Amor y confiar en Él. Estamos llamadas/os a vivir un proceso en el que no quedaremos iguales. Saldremos cambiados. Esto es ser discípulos y discípulas.

San Juan dice: “¿Cómo podés decir que amas a Dios que no ves si no amas a tu hermano que ves?” No podemos ver a Dios sino vemos al hermano, especialmente al pobre. Dios es invisible y se identifica con los que nuestra sociedad considera como invisibles, los que se quiere esconder, los que no cuentan en la jerarquía. Los pobres, los humildes son el sacramento de Dios. Y esta es la historia de los discípulos en el Evangelio: les cuesta mucho dar la vuelta a su mentalidad. Con el Dios de Jesús, no se gana título, no se acumula riqueza, no se tiene poder para arrebatar a los contrarios, no se puede dominar, ni se consigue fama. Sólo se crece, con todos los hermanos y hermanas, sin distinciones, como hijos e hijas de un mismo Padre. Con el Dios de Jesús, se descubre el Dios pobre que se acerca humildemente para servir. Y nos invita a ser como Él: pobres, humildes, servidores, abiertos, santos.

Continuo mi sueño expresado ayer: Sueño con grupos de catequesis, para adultos, que tomen en serio esto del discipulado. Que sean más prácticos que teóricos, que compartan su búsqueda en pequeñas comunidades. Ya hay algunos movimientos que se dedican a esto pero lo debemos asumir más en nuestra misión pastoral de Iglesia diocesana. ¿Porqué tanto esfuerzos con los niños y después nada para acompañar la fe adulta? Sé muy bien que no es uno u otro sino atender tanto la niñez como a la juventud, como a todas las edades de la vida. Ser discípulos/as de Cristo nos compromete a una “formación permanente” que es mucho más que quedar sentados escuchando charlas. Es vivir lo que vivió Pedro, con Jesús, en la práctica. Hacer preguntas como él hizo. Sorprender y asustarnos como él. Dejar que Jesús nos diga cosas nuevas que nos sacudan. Hacer proyectos de misión, de comunidad, de servicio, de cruzar fronteras y echar muros de división, mojar la camiseta y, en el proceso, en los logros y los errores, aprender quién es Jesús y el amor que anuncia.

Quiero saludar una importante iniciativa de la Pastoral de los Laicos. Estamos buscando hacer un “retiro espiritual sampedrano” para que nuestras parroquias y pastorales tengan esta herramienta de formación y de integración. Mucho de lo que estamos meditando durante esta novena servirá para este retiro. Ya está programado para un grupo de laicos a finales de julio. Luego lo viviremos con toda la asamblea diocesana, en octubre. Y después les tocará a las zonas, las comunidades de pedirlo y organizarlo. Queremos que se difunda y sirva para una gran renovación. Pero tampoco aquí nos podemos engañar: un retiro no da ningún título. Siempre se tratará de acercarnos al Dios vivo que nos espera con un amor tremendo y transformador. Ser discípulos/as es dejarle transformarnos a imagen de Jesús y pasar por un proceso muy parecido al de Pedro. Él ahora nos acompaña con su oración.

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