Textos: Hechos
de los Apóstoles 4,13-21.23-24;
Salmo 15; Juan
13,1-15
Pedro no es solamente “un”
discípulo sino que es “el” discípulo. Los Evangelios lo
presentan como el modelo o, al menos, el representante de los demás
discípulos. Él hace lo que hace un discípulo: sigue al maestro,
escucha su enseñanzas, ayuda para el “curso” (proporcionando su
barca), pregunta, comparte. Lo vemos sobre todo viviendo, digamos
así, el “dolor” de querer entenderlo a Jesús. Es él que
cuando Jesús habla de “tomar su cruz”, dice: “Nosotros lo
hemos dejado todo...” y Jesús le contesta sobre la recompensa de
los discípulos: cien por uno, con persecuciones. Es Pedro otra vez,
después de confesar su fe (“Tu eres el Mesías”) quien regaña a
Jesús que anuncia la Pasión. Y Jesús le contesta tratándolo de
“Satanás”. Es Pedro quien quiere caminar sobre las aguas
tormentosas y tiene miedo y se hunde, a quien Jesús reprocha:
“¿Porqué dudaste?” En el lavado de los pies, Pedro resiste:
“Tú, lavarme los pies a mi, ¡jamás!” Y Jesús le contesta:
“Entonces no tienes nada que ver conmigo.” Otra vez es Pedro que
dice: “Nunca te abandonaré.” Y Jesús le contesta: “Antes que
cante el gallo, me harás negado tres veces.” Es Pedro que se
duerme en el jardín de Getsemaní, que niega en el patio del palacio
del Sumo Sacerdote, que capta la mirada de Jesús preso, y llora
amargamente. Después de la resurrección, cuando Pedro repite tres
veces a Jesús que le quiere, él le anuncia: “Antes hacías las
cosas por ti mismo y a tu manera, pero ahora otro te llevará a dónde
no quieres.”
Son diálogos fuertes, tensos, llenos
de contradicción. Pedro hace lo mejor, procura, se entusiasma y
luego choca contra la vida de Jesús que no corresponde a sus
estructuras. Jesús le saca de su carril. Pedro es “triturado”,
molido, transformado. Entra en contacto con una realidad que le
sobrepasa pero que, según Jesús, sí, él puede sentir, vivir,
experimentar. Pedro se encuentra con el Dios de Jesús, el Dios que
“lava los pies” y esto es lo último, lo imposible, lo jamás
oído ni visto. ¿Un Dios que hace el trabajo de un esclavo? ¿Un
Dios pobre? ¿Un Dios que sirve? ¿Que me sirve a mí? ¿Un Dios
sin jerarquía? Es intolerable, escandaloso.
Esto es la esencia de ser discípulo,
discípula. Es exponerse a esta revelación y ser molidos,
transformados, tocados en lo más íntimo. Es ser escandalizados.
No puede ser de otra forma. La Biblia decía que nadie puede ver a
Dios sin morir. Por esto Moisés es tan grande: vio a Dios y no
murió. Hablaba con Él, vivía en su intimidad. Pero al pueblo le
costó seguir a Moisés. Lo mismo con Jesús. Es el hijo de su
Padre. Vive en el corazón de Dios. Nadie puede acercarse a Él sin
ser movido, sacudido, transformado, escandalizado, nadie puede
acercarse a él sin morir.
Nosotros, hoy, que queremos ser
discípulas y discípulos, no podemos reducir el discipulado candente
sólo a unas prácticas rituales, a unas doctrinas que aprender, o a
unos cursillos, charlas, capacitaciones, retiros, trabajos, reglas,
etc. Es imposible. Ser discípulo/a es dejarse quemar, exponer al
Amor y confiar en Él. Estamos llamadas/os a vivir un proceso en el
que no quedaremos iguales. Saldremos cambiados. Esto es ser
discípulos y discípulas.
San Juan dice: “¿Cómo podés decir
que amas a Dios que no ves si no amas a tu hermano que ves?” No
podemos ver a Dios sino vemos al hermano, especialmente al pobre.
Dios es invisible y se identifica con los que nuestra sociedad
considera como invisibles, los que se quiere esconder, los que no
cuentan en la jerarquía. Los pobres, los humildes son el sacramento
de Dios. Y esta es la historia de los discípulos en el Evangelio:
les cuesta mucho dar la vuelta a su mentalidad. Con el Dios de Jesús,
no se gana título, no se acumula riqueza, no se tiene poder para
arrebatar a los contrarios, no se puede dominar, ni se consigue fama.
Sólo se crece, con todos los hermanos y hermanas, sin distinciones,
como hijos e hijas de un mismo Padre. Con el Dios de Jesús, se
descubre el Dios pobre que se acerca humildemente para servir. Y nos
invita a ser como Él: pobres, humildes, servidores, abiertos,
santos.
Continuo mi sueño expresado ayer:
Sueño con grupos de catequesis, para adultos, que tomen en serio
esto del discipulado. Que sean más prácticos que teóricos, que
compartan su búsqueda en pequeñas comunidades. Ya hay algunos
movimientos que se dedican a esto pero lo debemos asumir más en
nuestra misión pastoral de Iglesia diocesana. ¿Porqué tanto
esfuerzos con los niños y después nada para acompañar la fe
adulta? Sé muy bien que no es uno u otro sino atender tanto la
niñez como a la juventud, como a todas las edades de la vida. Ser
discípulos/as de Cristo nos compromete a una “formación
permanente” que es mucho más que quedar sentados escuchando
charlas. Es vivir lo que vivió Pedro, con Jesús, en la práctica.
Hacer preguntas como él hizo. Sorprender y asustarnos como él.
Dejar que Jesús nos diga cosas nuevas que nos sacudan. Hacer
proyectos de misión, de comunidad, de servicio, de cruzar fronteras
y echar muros de división, mojar la camiseta y, en el proceso, en
los logros y los errores, aprender quién es Jesús y el amor que
anuncia.
Quiero saludar una importante
iniciativa de la Pastoral de los Laicos. Estamos buscando hacer un
“retiro espiritual sampedrano” para que nuestras parroquias y
pastorales tengan esta herramienta de formación y de integración.
Mucho de lo que estamos meditando durante esta novena servirá para
este retiro. Ya está programado para un grupo de laicos a finales
de julio. Luego lo viviremos con toda la asamblea diocesana, en
octubre. Y después les tocará a las zonas, las comunidades de
pedirlo y organizarlo. Queremos que se difunda y sirva para una gran
renovación. Pero tampoco aquí nos podemos engañar: un retiro no
da ningún título. Siempre se tratará de acercarnos al Dios vivo
que nos espera con un amor tremendo y transformador. Ser
discípulos/as es dejarle transformarnos a imagen de Jesús y pasar
por un proceso muy parecido al de Pedro. Él ahora nos acompaña con
su oración.
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