Textos: 1Pe 2,21-25;
Salmo 51; Lucas 22, 31-34
No es muy bueno hacer psicología con
los personajes de la Biblia porque ésta no fue la intención de los
autores. Sin embargo es difícil no ver algo del “carácter” de
Pedro: ardiente, entusiasta, y al mismo tiempo algo miedoso, cobarde.
Supo ver en lo profundo de Jesús y al mismo tiempo quedó muchas
veces “corto”. Pedro es un hombre de carne y huesos, un
trabajador, un pobre, un gran corazón sensible. Jesús lo eligió a
él con todo lo que era. Eligió también a Judas y no era fingido
su llamado. Jesús elige a gente-gente, como nosotros. Dios no se
queja de nuestra humanidad, ni de nuestros límites, los asume. Él
ama más nuestra fragilidad que nosotros mismos. Sigue apostando por
nosotros. A nosotros nos toca avanzar con humildad pero también con
confianza.
El pecado es otra cosa. Pedro negó a
Jesús, lo traicionó, a pesar de la convivencia muy cercana con él,
a pesar de la “capacitación” recibida, a pesar de sus
declaraciones y promesas supuestamente inquebrantables, a pesar de
ser el “primero” entre los apóstoles, a pesar de la advertencia
misma que le hizo Jesús. Pedro negó conocerle a Jesús, huyó de la
relación y de sus responsabilidades de amigo, cuando más su amigo
necesitaba su apoyo.
Es importante ver esto en lo profundo.
Pedro fracasó. Pedro falló. Esto es cierto pero esta manera de
hablar pone el acento sobre la obra, la tarea, el saber hacer, y el
hacer bien las cosas. En esto, todos cometemos “errores” y
cometer error, incluso fracasar, no es pecado. El pecado es algo más
profundo, algo que afecta la relación, es negarse a la otra persona.
Decir: no te conozco. Querer las cosas más que la gente. Querer
más nuestro confort que el bien de la otra persona. Negarse a
considerar al otro como una persona, un hermano, una hermana,
diferente de mí, que me llama a una relación de igual a igual,
responsable, libre, abierta. El pecado no es una falta en la tarea.
Es una destrucción de la relación.
Como Pedro, hemos sido llamados,
formados, enviados, hemos vivido una experiencia de gracia con Dios,
hemos crecido, nos hemos liberado, hemos recibido muchísimo. Como
Pedro hacemos la experiencia de nuestra fragilidad, nuestros errores,
nuestro fracaso, y esto es normal. Lo que es el verdadero escándalo
es el pecado: rompemos la relación, preferimos nuestra ventaja a la
vida de la otra persona, traicionamos. Y también hacemos esta
experiencia, como Pedro. Somos capaces de apertura, de amor, y no
amamos, nos encerramos, no somos generosos. Esto nos pesa.
Y debe pesarnos. El mundo moderno
tiene mucho miedo a estos sentimientos de culpa, los quiere evitar.
“Todo está bien.” “Yo no tengo la culpa.” No estoy hablando
de la culpa enfermiza de la gente que se compara todo el tiempo con
la perfección y que pide perdón por ser limitada. Todos somos
limitados, es nuestra condición humana y no hay por que pedir perdón
de nuestra condición. Todos tenemos defectos. No, aquí se trata del
auténtico arrepentimiento de la persona que sabe ver que no amó,
que se encerró, que traicionó, que fue infiel, que mintió, que se
dejó llevar por la ira, el miedo, la pereza, el placer fácil,...
que prefirió esto a vivir despierto y disponible para Dios y los
demás. Y que lo sabe y lo siente. Este arrepentimiento es una
gracia, un don, que no se consigue sin la ayuda de Dios.
Algo más: nuestra propia experiencia
de la fragilidad, del fracaso y del pecado, si es que aprendemos a
exponernos a la misericordia de Dios, nos hace capaces de convivir
con las fragilidades, los fracasos y el pecado ajeno. Sin juzgar,
extendiendo la mano para ayudar, acompañar. Nos pasa como en la
parábola de Jesús: nos damos cuenta de que se nos remitió una
deuda tan grande, ¿cómo vamos a mezquinar por las deudas ajenas?
Esta meditación nos hace mirar la
fragilidad y la debilidad dentro de nuestra pastoral. Somos
comunidades frágiles. Somos servidores y servidoras frágiles y
pecadores. Pa'ikuéra, obispos, nadie puede mirar el partido desde
la sección vip, estamos todos en la cancha, en la misma condición.
Por esto el llamado a ayudarnos mutuamente a restaurar las relaciones
entre nosotros, a fortalecer los dones recibidos, a no dejar el
fracaso ni el pecado desesperarnos, aún cuando el daño es muy
grande. La fe madura es la que busca ver a las personas como hijas e
hijos de Dios, hasta en las peores situaciones, hasta en el
escándalo. La fe madura no se escandaliza, cree no más, y renueva
su confianza en Dios y en las personas. Pedro, siempre él, una vez
preguntó si debemos perdonar hasta siete veces. Conocemos la
respuesta de Jesús. Y los apóstoles, luego, exclaman: “¡Señor,
aumenta nuestra fe!”
Recuerdo la oración de una señora en
una asamblea dominical. Rezó por un violador de niñas. “Señor,
ella dijo, me cuesta el alma rezar por ese monstruo. Aumenta mi fe.”
Es un ejemplo extremo. Pero todos los días estamos entre gente
limitada, gente que falla, gente que peca. Y nosotros mismos somos
esta gente. La “opción por los pobres” tiene aquí una de sus
raíces: nos encontramos en la pobreza. Somos pobres. Me acuerdo de
un amigo sacerdote alcohólico, miembro AA. Le decía que “tenemos
que ir a los pobres”. Y él me preguntaba con insistencia: “¿Y
vos sos pobre?” Yo daba muchas vueltas, le decía que no, que era
un privilegiado, que había recibido mucho. Y me dijo, casi con
dureza: “Si vos no descubrís tu pobreza, si no sos un pobre
delante de Dios, no te sirve ir a los pobres, no podés.” Como
cuando Jesús le dijo a Pedro: “Si no te lavo los pies, no tienes
nada que ver conmigo.”
Por esto nuestra Iglesia no puede hacer
una historia gloriosa de puros éxitos. Tenemos que hacer una
historia humilde de nuestra evangelización, de nuestra pastoral, de
nuestra vida como pueblo cristiano. Recibimos mucho, hacemos mucho,
también pecamos mucho, debemos reconocer que no estamos abiertos a
la plena medida del amor que recibimos. Es así. Al final, lo que
nos “salva” es la fe en que Dios redime nuestra historia,
acompaña nuestros esfuerzos, y se revela a través de nuestro
testimonio poco transparente.
Esta noche también recemos por la
Pastoral Carcelaria. Los hombres y las mujeres que están en prisión
son nuestros hermanos y hermanas. Recemos para que haya más gente,
consciente de su fragilidad y pecado, consciente sobre todo del amor
restaurador de Dios, que se anime a manifestar concretamente esta
fraternidad.
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